1978 - 15 de abril - 2008
Podrán imitarte, pero igualarte jamás.
Gracias por brindarnos tanto en tan poco tiempo.
Que Dios te tenga en la Gloria chamigo...
El amigo G.C. se suma a este humilde homenaje hacia el Rey del Chamamé.
"Tomá chamigo... te paso la posta de recordación de nuestro ilustre Tarragó Ros.
Estas letras sentidas de Gómez Maidana, dan cuenta que el chamamé maceta, es algo que hace revivir los cuerpos cansados de tanto penar y que la alegría del alma nunca debe morir, para siempre recordar la fortaleza, la voluntad, el anonimato de la gente que guarda buenas costumbres, que sigue adelante pese a tantas interminables crisis, de gente que no entiende que en la Argentina, el ser criollo no es cosa pa' cualquiera, si no para los que lo sienten a diario y que guardan mucha desdicha de no poder ver de pie a una Patria que es inmensamente rica en toda su extensión. Tal vez estas palabras hagan un resumen de lo que verdaderamente encierra Tarragó Ros. Un hombre que con pocos botones le dió ritmos interminables al chamamé para convertirlo en algo más que música, sino un ritual, que esconde una tradición, lealtad, pureza y un verde-colorado mezclado en agua, que nos hace diferentes, nobles, fuertes y Bien Asperos a más no poder.
A vos Chamigo Pablo, con todo el afecto, te va esta recordación.
G.C., que está afuera, pero que su corazón se quedó olvidado al ritmo de un chamamé..."
tarragoseando.blogspot.com
Mensaje de Javier Gómez Maidana para G.C.:
“Mi abuelo tenía el oficio de ser peón de campo y por hábito matizaba la soledad de sus recorridos rurales con la compañía de un niño. Varias veces me tocó en suerte acompañarlo. Acostumbraba subirme en un tordillo panzón o un tostado tuerto que ya otros peones desechaban por viejos pero que el abuelo tenía en cuenta para sus pequeños acompañantes por su docilidad. Un día que ya no puedo precisar salimos a recorrer la agreste geografía de aquella estancia perdida al norte de Santa Fe que para mi abuelo era tan familiar como la palma de su mano. Nunca preguntaba hacia dónde íbamos, simplemente lo seguía y conversaba con él temas diversos que hacen al itinerario de las tareas rurales.
Así, en una de esas nobles aventuras que el abuelo me convidaba a disfrutar, llegamos a un ranchito de barro que tenía la dignidad de la pobreza trabajadora del hombre de campo. Para llegar cruzamos una chacra ancha y antes de llagar a un estero grande nos metimos en una isleta de monte de quebracho agreste siguiendo las picadas. Esos senderos donde la yarará amenaza hasta que la calidez de un hogar asoma. Allí estaba don Cardoso, un viejito de setenta años de contextura pequeña y menuda pero a su vez fuerte. Guardaba su estampa su origen correntino que para llegar al norte de Santa Fe acudió al llamado de la forestal y cuyos músculos se hicieron sentir sobre el quebracho indoblegable o fueron brazos en el blanco algodonal y quedaron para siempre en la región grabado en hombres de esa estirpe como lo era mi abuelo y el propio don Cardoso. Mi abuelo entró en conversación con el viejito. Ya no recuerdo el tema del que hablaron pero presupongo que hablaron de vacas ajenas que se debían llevar y traer mientras mateaban. De repente invadió un silencio y de la radio que acompañaba la soledad de ese ranchito se escuchó la voz del locutor que hizo una pausa y sobre la pausa sonó como del horizonte un chamamé cuyo rasgo sobresaliente era un endiablado ritmo. Cardoso me miró como si me hiciera un guiño y pude percibir que su cuerpo era invadido por una extraña felicidad reflejada por una tenue sonrisa que se le marcó en la cara como si de repente fuera posible volar y por un instante desaparecieran las penas que la vida dura y la pobreza generan. Miró hacia abajo y dijo “huaá Tarragó… pero lindito toca el gente…”. Después todo fue silencio. Nadie habló hasta que el chamamé dió su acorde final. Mientras tanto la música mágicamente se combinaba con el paisaje, con las costumbres de esos hombres que sentían su alma en esos acordes como si mágicamente su vida y la música no tuvieran fronteras precisas.
Hay muchas formas de recordar a Tarragó Ros, el gran rey del chamamé, recorriendo su vida desde sus modestos comienzos hacia la consagración, o viajando musicalmente por sus grandes obras y las múltiples historias que le dieron origen. Sin embargo yo quiero recordarlo de otra manera, pues quisiera recordarlo a través del vínculo mágico que Tarragó generó a través de la música con su público, con ese hombre de campo que lo admiraba y que si el destino lo llevó a la gran ciudad, encontró en las melodías de ese blanco acordeón la posibilidad de acercarse a su origen.
Pues considero que el chamamé maceta es un género incomprendido y que parte de su incomprensión es consecuencia de no dar cuenta de esta relación que el género musical tiene con el mundo rural y su gente; pues ella explica la simpleza del género, la poesía gauchesca siempre presente, las tradiciones rurales como fuente de inspiración, así como el vocablo de los paisanos como título de las obras, también ese sapucay festivo tan criticado y parte de los símbolos y signos que los paisanos usan para expresar estado de ánimos. Esa comunión con su gente es lo que hace que tanto Tarragó como los tarragoceros hagan de las pilchas gauchas su vestimenta artística que muchos en su ignorancia se empeñan en llamar payasesco sin dar cuenta que es un gesto de agradecimiento y profundo respeto.
En esa relación profunda, el rey del chamamé eligió transitar los caminos musicales y ese pueblo agradecido se empeña en preservar su estilo y sus creaciones hacia la posteridad, ese tal vez sea el íntimo secreto de su vigencia, de la vigencia de un estilo.
Quiero dejar a través de este escrito un agradecimiento a quien fue el mayor exponente del estilo más tradicional y popular que el chamamé tiene. Gracias don Tarragó por todo lo que nos dejaste y quisiera aclarar que un 15 de abril no te fuiste, sino que a partir de entonces vivís en nosotros los tarragoceros por siempre….”
Javier Gómez Maidana
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